En la selva de Miami, donde los cabilderos son los leones y los políticos los cuervos, los contribuyentes somos las ovejas a las que nos esquilan la lana cada temporada.
Mientras que los ciudadanos balamos ¡Beeee, beeee!, los cabilderos rugen ¡Rgrgrgr, rgrgrgr!, y los políticos graznan ¡Rrok, rrok!, millones de dólares se esfuman en la jungla de asfalto.
Es el contaminado hábitat político en el que nos hemos acostumbrado a vivir tras ver a nuestros gobernantes hacer la misma cosa una y otra vez, esperando, como diría Albert Einstein, obtener diferentes resultados.
Por eso Einstein consideraría una locura rescatar nuevamente a los propietarios del parque zoológico Jungle Island, abierto a cualquier miamense que pueda costear la entrada de $32.95 más impuesto para adultos o $24.95 para menores. Es un espacio florido muy cautivador y entretenido por su fauna, sin duda, con un formidable salón de fiestas para que las grandes corporaciones sirvan a sus convidados apetitosos banquetes.
Cuando en 1995 los votantes aprobaron la reubicación del otrora Parrot Jungle de Pinecrest a la Isla Watson, dieron un visto bueno implícito a una idea que horrorizaba a activistas cívicos: la comercialización de terrenos verdes destinados a parques públicos.
La Ciudad de Miami, necesitada de fondos, recibiría a cambio jugosas ganancias. Para el gobierno municipal la firma del contrato de arrendamiento con el dueño del centro turístico, Bern Levine, representaba el acuerdo más espléndido con el sector privado desde la construcción de Bayside Market Place.
Pero la nueva atracción turística nunca alzaría vuelo, ni siquiera con el impulso de las alas de cientos de cotorras y otras aves exóticas que alberga.
Para financiar el traslado del parque y ayudar a sus propietarios – muy bien conectados, por supuesto, con la élite política local–, el Condado Miami-Dade respaldó un préstamo de $25 millones concedido por el Departamento de Viviendas y Desarrollo Urbano. Así afloraron los problemas que han escalado en espiral y que, hace unos años, situaron en el cuadrilátero a los gobiernos de la ciudad y el condado en una vergonzosa escaramuza imposible de olvidar.
Presionada por el sector privado, ahora la administración municipal se encuentra en una nueva encrucijada: extender el contrato del parque por 50 años y entregarles a sus propietarios dominio sobre otros 13 acres de la isla para erigir un hotel, tiendas y restaurantes, o asumir las pérdidas de la porción más grande de la deuda millonaria del zoológico.
Es una decisión muy delicada que deberán hacer los comisionados el próximo jueves en la que los perdedores, de cualquier forma, seremos los contribuyentes, cuya mayoría no puede disfrutar de la isla artificial que conecta la tierra firme con la Playa, a menos que tengan un yate atracado en los muelles de los clubes náuticos que disfrutan una manada de tiburones bien alimentados.
Si se logra un acuerdo, esta será la quinta vez que se enmiendan los arreglos de pago del parque. La última fue en el 2009, cuando la administración del centro turístico tomó prestado $800,000 de los cofres municipales para pagar sus impuestos a la propiedad. Entonces los comisionados dijeron que debían prestar los fondos para que la Ciudad no se responsabilizara del préstamo federal, el mismo argumento de hoy.
Tras la aprobación del préstamo, el entonces comisionado Tomás Regalado declaró: “Este es un proyecto que fue decidido por el pueblo de Miami”.
Sí, pero eso no significa que al pueblo de Miami le toca pagar los platos rotos de una descaminada iniciativa que germinó de la alcaldía municipal para complacer los caprichos del propietario del parque y, supuestamente, atraer más turismo a Miami. Además, esa campaña fue administrada por sabios cabilderos que manipularon al público y el porcentaje de votantes que acudió a las urnas fue muy bajo.
Fundado en 1936, Parrott Jungle fue por décadas un ícono de Miami-Dade, visitado hasta por Sir Winston Churchill, entre otras grandes luminarias. Sin embargo, Miami ha crecido tanto que las cotorras ya hace mucho pasaron al anonimato. Con atracciones como Animal Kingdom y SeaWorld a unas cuatro horas, nuestros parques no son precisamente los más llamativos.
Es curioso notar cómo cualquier entidad privada que hace negocios con la ciudad o el condado siempre está atravesando por dificultades económicas que les impiden pagar su participación y devolver alguna migaja a los contribuyentes. Recientemente, descubrimos que Basketball Properties Ltd., el brazo operativo del Miami Heat, no ha dado un centavo al Condado durante 13 años por los réditos del American Airlines Arena, porque el glorioso equipo, a pesar que vale oro, supuestamente ha sufrido pérdidas financieras.
¿Y los Marlins? Sus propietarios lloriquearon ante las autoridades de Miami-Dade sobre sus finanzas alicaídas, mientras que al equipo le ingresaba una millonada, por lo que hubiera podido pagar una fracción mayor de los $642 millones que costó el estadio, subvencionado principalmente con fondos públicos.
Este jueves veremos si los comisionados municipales se atreven a desafiar la ley de la selva. ¿Escucharemos el ¡Quiquiriqui, quiquiriqui! de un nuevo amanecer o el ¡Crrooaaa, Crrrooaa! de un ave de rapiña?
Comments